CHILOE, CHILENIDAD y CELTISMO
CHILOE, CHILENIDAD y CELTISMO I PartePor Hugo Hernandez Burgos
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Desde siempre me llamaron la atención los chilotes. Tal vez como pueblo no aparecían a mis ojos tan distintos a otros campesinos que desde niño había tenido la oportunidad de ver en el sur chileno; ese sur que tiene en sus gentes y en su paisaje tantas diferencias con el centro y norte del país. Parece que aquí las lluvias y los verdores, pálidos reflejos de pretéritas selvas frías, han remojado el alma del sureño, determinando de alguna manera su carácter. Incluso la estampa del sureño parece propia y única. No obstante, las estirpes que alimentan el mar de su genética provienen de caudales tan variados: alemanes; italianos; españoles; árabes; chilenos pertenecientes a la amalgama acrisolada desde mediados del siglo XVI en el espacio comprendido entre Copiapó y el Bío Bío; se han unido en este sur al indígena mapuche, huilliche, pehuenche y chono, en unas relaciones que han ido desde el dominio a la solidaridad; desde el desprecio hasta la aceptación; desde la paz a la violencia y donde los hechos, por muy vigentes, aún no encuentran el sosiego que deja el pasar de los años ni la correcta perspectiva para una síntesis razonable.
Pero conforme mi experiencia fue incorporando nuevas imágenes, sonidos, aromas y relatos de otras latitudes, el chilote se me aparecía como sacado de otra parte y de otro tiempo. Quizá, el uso de la boina y el chaleco tan característico del chilote y exclusivo respecto del resto de los campesinos chilenos, me traía imágenes de una España remota. Mis percepciones se iban transformando en sospechas difusas conforme incorporaba nuevos elementos.
Alguna vez me enteré, a propósito de unas presentaciones en Europa de la Banda Bordemar, que hacen una delicada música de raíz chilota, que su obra habría sido catalogada como música de raíz céltica, al igual que la del noroeste español.
Mas, cuando tuve la posibilidad de conocer de Galicia y los gallegos, de Asturias y los asturianos, mis primeras imágenes difusas fueron aclarándose. Aquellas gentes debían poseer mucho de la verde Galicia o Asturias; su apariencia era muy similar, sobre todo la indumentaria de las mujeres; pero más allá de la estética, fui encontrando vinculaciones en las costumbres y en las creencias.
Cuán grande fue mi sorpresa cuando descubrí que esa mezcla de curandera y bruja típica de mi sur natal, y lógicamente también de Chiloé, llamada meica, tenía su símil en la meiga gallega y que el duende que habita el corazón de los bosques chilotes, acechando a las doncellas y al que se le atribuyen violaciones y embarazos misteriosos, el Trauco, se llama en Galicia Trasno y en Asturias, Trasgu. Aquí había algo más que coincidencias.
Así fue como los próximos viajes a la isla llevaron en el equipaje nuevos ojos, para ver en lo profundo de aquellos rostros, escarbar en las costumbres, hurgar en la tierra con esa extraña morriña del que nunca ha pisado aquella otra de verdes añoranzas.
Allí fuimos con mi mujer Dana, paciente compañera y fada protectora de mis ensoñaciones y mi amigo Corvalán, del clan de los cuervos, un celtista total desde hace mucho tiempo, quizá desde siempre, esbozo de Merlín contemporáneo, versado en historias de dioses, en mitos y sortilegios. Con nosotros iban nuestras gaitas, como en un viaje de regreso, a ver si despertaban los espíritus tutelares de aquellos bosques y canales con los mantram de sus roncones y ronquetas, a ver si arrancábamos alegrías del pentagrama de la memoria o, cual pieza de arqueología, aparecían las melodías sepultadas ya hace tiempo en esos lares.
Fuimos, observamos y encontramos un molino de agua en Achao, renacido como una niebla, la mejor tela para envolver los recuerdos de la memoria colectiva, esa que se apodera de nosotros sin que sepamos de donde salió ni para qué lo ha hecho. Cerca de Santiago de Castro, camino a Dalcahue, hay tres molinos de agua construidos por gallegos a principios del siglo XVIII. En Galicia, hubo cientos de estos molinos en torno a los cuales se hizo antaño una rica vida social. La fiesta al son de la gaita dio vida al baile de la “Muiñeira”, de la cual algunos acordes asoman apenas perceptibles en la música chilota.
En Dalcahue, escuchamos relatos donde don Aurelio Bahamonde, quien nos cantó viejas canciones y aplaudió los sones de la gaita. Ahora tengo en mi casa un rabel hecho por don Aurelio; cada vez que lo miro con detenimiento parece que voy a transportarme con su melodía imperceptible a otro tiempo y otro lugar, posiblemente a algún pueblo chilote del siglo XVI o bien a una romería por alguna rua lucense, porque este no es un violín cualquiera: es un fósil viviente; es un vigulín asturiano o un rabel cántabro.
En el archipiélago de Quinchao, durante sus fiestas costumbristas, descubrimos un puesto de comida llamado “El rincón de los gallegos”. Los gallegos de Quinchao no sabían por qué nos hacíamos una foto frente a su letrero. Detrás de sus bigotes colorados y sus ojos claros, tampoco sabía el locatario el alcance y razón de su apellido; sospechó que la foto era una broma asociada a los chistes de gallegos que han popularizado los humoristas argentinos y se apresuró a dejar clara su condición de chilote...
Corvalán continuó en solitario su búsqueda por el litoral isleño y por los bosques de Cucao. Quizá qué buscaba cuando se internó de noche en las profundidades de ese mundo boreal... Nunca lo ha contado y no creo prudente preguntarle.
De regreso en mi ciudad, yo seguí también buscando; mas con mi estilo, tal vez el único de que dispongo. Fue así como supe de la existencia de un libro llamado “Galicia y Chiloé Confines Míticos” ; su autor, Edmundo Moure y la Xunta de Galicia, la editorial. Don Edmundo, con la disposición de los poetas, acogió mis inquietudes de buscamitos o buscamuertos, que es en realidad casi la misma cosa, porque así como el mito se niega a morir para dar a quien lo busca verdadera vida, así también nuestros muertos observan nuestro camino, a veces indicando por aquí o por allá la dirección correcta.
Parte importante de los chilenos tienen un sustrato genético de tipo céltico, llegado a través del hispano del norte peninsular (Galicia, Asturias y Cantábria), desde los primeros días de la conquista y realimentado por la inmigración. A partir de esta constatación se puede valorar la obra de don Edmundo Moure, más que como una pintoresca observación folklórica de una isla del sur austral, como una fuente de información que permite establecer posibles lazos culturales, entre lo que denominaré chilenidad y celtismo. Permite explorar en nuestras costumbres y visión de mundo, construyendo explicaciones acerca de una parte del origen de esos conceptos, mitos, imperceptiblemente alojados en nuestro sentido común sureño y que aún retornan hoy en día, envueltos en imágenes y sensaciones de conversaciones de fogón, sabor a sidra y a mate, con sonidos de noche lluviosa destilación de lágrimas de mar sobre los tejados del tiempo. Ese tiempo que a veces brilla para iluminar por un momento el absurdo cotidiano.
LA GLOBALIZACION Y EL MITO
Nuestro mundo moderno ha impuesto modos de vida basados en la acumulación y la ampliación del capital; ha reemplazado el homus políticus por el homus economicus y, para sostener el imperio del capital, ha desarrollado unas cosmovisiones globalizantes basadas en religiones (ecuménicas) que por ser mundiales son casi siempre extranjerizantes y ajenas al pensar y al sentir más original de los pueblos.
La globalización no reconoce las lenguas como fuente de comunicación y recreación de sentidos: el inglés sirve para los negocios y sólo los negocios sirven. La palabra raza evoca infernales imágenes en el ciudadano medio, proscribiendo el concepto cuando a seres humanos se refiere. La mezcla ha sido elevada a la categoría de pensamiento civilizado y asumido por un valor progresista de un mundo en que el progreso ha condenado a millones a la miseria, ha barrido los bosques, los mares, los hombres y los dioses.
Cuántas veces hemos asistido al patético espectáculo de vernaculares pueblos abrazados a dioses y relatos que no les pertenecen, a relaciones económicas que atropellan las bases mismas de sus vínculos sociales y su gregarismo ancestral. Por aquí y por allá, estos pueblos han perdido su centro, han perdido su origen y de allí sólo resta una lenta y triste descomposición entre las cuales el alcoholismo, las drogas, la disipación de la moral, la delincuencia y otras, son sólo el hedor de la putrefacción del alma de las naciones.
A nosotros mismos la globalización nos ha puesto la etiqueta de pueblo “latino”, asociando erróneamente el concepto a la subcultura creada por centroaméricanos o mexicanos residentes en los Estados Unidos. No se ven naciones, sino mercados y como los mercados no pueden segmentarse en demasía a riesgo de perder utilidades, nada mejor que homogeneizar los patrones culturales para el consumo de las masas. Ver a un cubano bailando una salsa o a una colombiana bailando un ballenato es un espectáculo de gracia y armonía infinita que evoca el alma de Africa en nuestra América. Pero un hijo del cono sur de nuestro continente (donde la presencia africana es casi inexistente), enfrentado al desafío de acometer estos ritmos, resulta un espectáculo por lo general grotesco y estereotipado. “Lamentablemente la aculturación impuesta por el mercado, afecta mucho más allá de la expresión rítmica de los pueblos”. Sin embargo, en distintas latitudes, surgen los desbordes, las resistencias a la llamada aldea global, algunas veces pacíficas y canalizadas exclusivamente en el panacevo de la reminiscencia folklórica, otras veces de forma violenta, política y culturalmente radicalizada, dándole asidero al sarcasmo de que: “el nuevo orden mundial es en realidad un nuevo desorden”: Es la presencia del mito que sobrevive en el alma de los pueblos.
(1) “ El mito es un pre-sentimiento; habita en lo más profundo de los atavismos, al parecer más como resabio genético que como rastro cultural. El mito expresa una profunda necesidad: la de otorgar una explicación mágica e imaginativa a los grandes enigmas de la condición humana. Allí donde la razón parece agotar sus presupuestos, surge el mito, sino para resolver el dilema, sí para otorgarnos una especie de encantamiento o senda transitable por intermedio de lo real-maravilloso. Este camino resulta recurrente para el espíritu humano. Tal vez hoy, ante el agotamiento estéril de los racionalismos, el hombre vuelve su esperanza a ese fanal que nunca lo ha abandonado”. (Edmundo Moure).
(2) “El mito es un elemento esencial de la civilización humana que sirvió para expresar, realzar y codificar las creencias; para salvaguardar los principios morales y para imponerlos; para garantizar la eficacia de las ceremonias rituales y ofrecer reglas prácticas para el uso del hombre...” (Renato Cárdenas).
Carl Gustav Jung nos habla del arquetipo como “la plasmación del mito que vive en una comunidad (más en el sentido genético que cultural), a través del inconsciente colectivo del pueblo”. También podría ser que el mito fuera creado por el arquetipo...
Al intentar encontrar las atávicas raíces de la chilenidad es imposible hacerlo sin comprender el mito que alimenta la esencia de nuestra entidad colectiva. El intento por autoconocerse de los pueblos, al igual que el de las personas, requiere volver la vista al origen (3) “que es aquello de donde una cosa procede y por cuyo medio es lo que es y como es” (Martín Heidegger) .
El sureño posee una particular forma de ser, condicionada por el clima, por las corrientes inmigratorias y el contacto interétnico que éstas producen con los pueblos originarios. El sureño presenta unos sedimentos culturales que son muy claramente identificables con el origen europeo de las colonias más recientes y minoritarias; tal es el caso de los alemanes y que, sin embargo, pasan inadvertidas al tratarse de la inmigración más antigua y más incorporada a la chilenidad como sucede con la proveniente del norte español.
En el sureño se encuentra una base cultural de tipo celta, inadvertida para el ciudadano común; primero porque estas manifestaciones son comunes a toda la cultura occidental. Muchas tradiciones actuales nacen en la mitología celta, y fueron, posteriormente modificadas por la cristiandad para su uso propio. Símbolos tales como el árbol de navidad y el muérdago son de origen druídicos; la festividad de todos los santos se continúa celebrando en el mismo día que Samhain a comienzos del invierno nórdico; el día del trabajo corresponde a la ancestral fecha festiva de Beltane; muchos de los santos del santoral católico (Santa Ana, Santa Brígida, por nombrar algunos), fueron tomados del panteón celta; ideas como las de la trinidad, son originarias del druidismo, y un largo y difuso etcétera. Segundo por que el celtismo del sur chileno proviene de España y lo español está tan incorporado a la chilenidad, desde la conquista, que no es posible reconocerlo como algo claramente distinto.
Sin duda, un intento por encontrar puntos de unión entre el celtismo y la chilenidad pasa por volver la vista a las españas; si algo de celta hay en Chile vendrá, preferentemente, desde Galicia o Asturias.
GALICIA PAIS CELTA
Galicia ha sido siempre una provincia muy única, incomparable con otras provincias de España. La fuerte influencia celta en el país gallego dejó una impresión permanente en la cultura de la provincia verde. En la Galicia de este siglo, aún se ven los monumentos megalíticos, las ruinas de castros, los fragmentos de arte y otras pruebas de una cultura celta del pasado. Pero las influencias celtas también subsisten de una forma muy viva y moderna, expresadas a través de la cultura gallega de hoy: tal es el caso del romanticismo gallego.
El tema del romanticismo en Galicia está relacionado con temas culturales celtas. Es un romanticismo que tiene el mismo sentido que el romanticismo clásico de otros países célticos como Escocia o Irlanda, marcados por una profunda melancolía. Este sentimiento se puede relacionar a la geografía de la región: los países célticos tienen en común un clima y una geografía peculiar. Galicia es un país con abundante vegetación, con lomajes suaves y colores vibrantes y con cumbres llenas de rupturas empedradas. También es la provincia más lluviosa de España y los climas lluviosos, por lo general, afectan la mentalidad de las gentes de cualquier país.
Otro aspecto relevante es la música. La influencia celta en la música tradicional y moderna de Galicia es indudable. La música gallega es única y completamente distinta de la música española tradicional. Los instrumentos típicos utilizados no están presentes en la música española, pero sí en otros países celtas, siendo la gaita el instrumento emblemático. Variados ritmos gallegos muestran sus similitudes con los propios de Irlanda, Escocia y otros países del arco atlántico.
Las fiestas y celebraciones folklóricas se corresponden al calendario de fiestas celtas conocidas, asociadas a solsticios, equinoccios y plenilunios. En el mes de mayo, por ejemplo, se celebraba en el mundo celta la fiesta de Beltane en la que se solía pasar los caballos a través del fuego ceremonial. Pues bien, la mayor fiesta gallega de origen celta es a rapa das bestas, también conocida como a festa dos Curros que se celebra en mayo. Se trata de la junta de caballos bravos que viven libres en los montes gallegos. Durante la fiesta se atrapan los caballos y se les corta (rapan) las colas de los animales como símbolo del dominio del hombre sobre la bestia.
Los celtas también tenían gran respeto a los animales de faena. Los animales ayudaban a los gallegos celtas a cultivar la tierra, y por lo tanto, gozaban de mucha consideración. Existían figuras de piedra con las bestias adornando los sepulcros, una tradición que mostraba la bestia como ayudante del hombre. Este aprecio por el animal como colaborador explica tal vez la falta de corridas de toros en Galicia. En Galicia solo hay plazas de toros en La Coruña y Pontevedra, y los dos lugares sufren de una marcada falta de popularidad. En el resto de España, las corridas de toros son una obsesión y una pasión, pero en Galicia, casi son inexistentes.
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